Los bareques, aquellas humildes viviendas de nuestros ancestros chibchas, fueron más que simples refugios de barro y caña; eran el latido de una comunidad que encontraba en la tierra su abrigo y en la naturaleza su hogar. En sus paredes de barro fresco y techos de palma se tejían historias de resistencia, amor y conexión con lo esencial. Hoy, rodeados de cemento y tecnología, con la comodidad que damos por sentada, olvidamos que alguna vez hubo quienes, con manos llenas de arcilla y corazones llenos de esperanza, construyeron su mundo con lo que la tierra les daba. Sus hogares nos recuerdan que el verdadero bienestar no está en la opulencia, sino en la calidez de un techo compartido, en la fortaleza de quienes lo habitan y en la humildad de valorar lo que tenemos.